Los madriles
En otras ciudades a las que uno puede viajar impunemente si dispone de dinero, se puede comprar el callejero y decir: "he aquí la representación esquemática de una realidad objetiva".
A los visitantes ocasionales, las apariencias y las costumbres adquiridas en sus lugares de origen pueden engañarles, y llegan a creer que en Madrid sucede lo mismo. Sin embargo, basta con echar una mirada un poco crítica a ese plano para sospechar que algo falla. Con sus calles enrevesadas y su río pobre y marginado (un río que está a medio camino entre río y ausencia de río) cuesta mucho trabajo creer que tal ciudad sea posible.
Creo que ha llegado la hora de que se sepa fuera de las fronteras de este sueño colectivo: Madrid no es una ciudad objetiva, sino una maraña de ciudades subjetivas que se entrecruzan y habitualmente se ignoran (hasta que colisionan por casualidad). Hay madriles hechos de horas de oficina y reuniones, que de pronto se chocan con una cuidad de novela de espías, a la vez que ya se aproxima un Madrid festivo para acabar de cambiar todo de lugar y crear una ciudad de tedio de espías y misteriosa burocracia. Los callejeros de Madrid son acuerdos, meras convenciones que se establecen para que las distintas ciudades no se pierdan, y puedan seguir colisionando.
Madrid está hecho de miradas fugaces, de recuerdos incompletos y de enormes espacios vacíos donde sólo nuestra más firme voluntad de creer en la urbe puede poner calles.
Cuando alguien de fuera pregunta a un madrileño cómo se llega a cierto lugar, éste creará nuevas calles, parques, plazas y papeleras para el visitante. Mientras le indica que la primera a la derecha, luego siga unos cien metros y verá un semáforo, parecerá que se esfuerza en recordar: en realidad hace algo aún más difícil, inventa. Como el madrileño desconoce las expectativas que el visitante tiene del lugar que busca, jamás le indicará todo el camino. Le dejará abandonado en alguna glorieta o avenida, diciéndole que "allá pregunte". Tendrá que ser el propio visitante quien, después de atravesar los ensueños de varios madrileños y cansado ya de buscar, invente su propio lugar de destino.
Esto, que puede ser una molestia para el turista acostumbrado a las ciudades sólidas, tiene su encanto para aquel que ha aprendido el juego de perderse en Madrid y recorrer las calles según uno se las va inventando, poblándolas con detalles en apariencia insignificantes (aquí un cubo de basura lleno a rebosar, en la que sale hacia la derecha una tienda de sombreros y allá un gato...). Detalles que, pese a su aparente insignificancia, van colmando misteriosamente las necesidades estéticas, éticas y metafísicas del paseante.
También es muy popular en Madrid el juego de la memoria. Se dan casos prodigiosos: barrios enteros condensados en una sola mente, que es capaz de evocar cada adoquín, cada hoja de árbol, cada desperfecto en la calzada, y, en fin, cada centímetro cúbico de un barrio que probablemente no contenga nada más notable que sus centímetros cúbicos. Este juego mnemónico es peligroso, pues puede crear adicción. Se conocen casos de madrileños que, habiéndose mudado a otras ciudades perfectamente reales y tangibles, han preferido vivir muchos años en sus recuerdos de Madrid.
En esta ciudad enteramente imaginaria, hay habitantes que aún se obstinan en buscar el Madrid real, aunque a la mayoría nos parezca una entelequia sin ningún fundamento. Hay quien afirma que la Puerta del Sol es un lugar objetivo, tan solo porque es el lugar que pertenece a más madriles. De hecho, casi podría hablarse de consenso, pero esto no es lo mismo que realidad objetiva. De todas formas, hay quien se agarra a esta mera apariencia de objetividad para ir aún más lejos: quieren convencerse de que, de alguna manera, todo fluye desde este pretendido centro real. Afirman que, si uno sigue la numeración de las calles madrileñas en orden descendente, siempre acabará en la Puerta del Sol. He de confesar que no lo he comprobado, pues sería imprudente hacerlo. Todo el mundo sabe que, cuando uno se abandona a calles inventadas por otros, corre el riesgo de caer en una trampa. Por ejemplo, bastaría inventar cuatro calles que formen un cuadrado con los números dispuestos de tal modo que uno entre en un bucle infinito, y quede para siempre atrapado, buscando eternamente la Puerta del Sol. De todas formas, aunque fuera verdad la afirmación que se hace acerca de la numeración de nuestras calles, más que un orden parecería una especie de fórmula mágica o encantamiento: Uno va restando a lo que es, hasta llegar al Cero Absoluto (o Kilómetro Cero, o la Nada, o la Muerte). Allí se encontrará con un lugar llamado Puerta del Sol, nombre que evoca rituales paganos.
A los visitantes ocasionales, las apariencias y las costumbres adquiridas en sus lugares de origen pueden engañarles, y llegan a creer que en Madrid sucede lo mismo. Sin embargo, basta con echar una mirada un poco crítica a ese plano para sospechar que algo falla. Con sus calles enrevesadas y su río pobre y marginado (un río que está a medio camino entre río y ausencia de río) cuesta mucho trabajo creer que tal ciudad sea posible.
Creo que ha llegado la hora de que se sepa fuera de las fronteras de este sueño colectivo: Madrid no es una ciudad objetiva, sino una maraña de ciudades subjetivas que se entrecruzan y habitualmente se ignoran (hasta que colisionan por casualidad). Hay madriles hechos de horas de oficina y reuniones, que de pronto se chocan con una cuidad de novela de espías, a la vez que ya se aproxima un Madrid festivo para acabar de cambiar todo de lugar y crear una ciudad de tedio de espías y misteriosa burocracia. Los callejeros de Madrid son acuerdos, meras convenciones que se establecen para que las distintas ciudades no se pierdan, y puedan seguir colisionando.
Madrid está hecho de miradas fugaces, de recuerdos incompletos y de enormes espacios vacíos donde sólo nuestra más firme voluntad de creer en la urbe puede poner calles.
Cuando alguien de fuera pregunta a un madrileño cómo se llega a cierto lugar, éste creará nuevas calles, parques, plazas y papeleras para el visitante. Mientras le indica que la primera a la derecha, luego siga unos cien metros y verá un semáforo, parecerá que se esfuerza en recordar: en realidad hace algo aún más difícil, inventa. Como el madrileño desconoce las expectativas que el visitante tiene del lugar que busca, jamás le indicará todo el camino. Le dejará abandonado en alguna glorieta o avenida, diciéndole que "allá pregunte". Tendrá que ser el propio visitante quien, después de atravesar los ensueños de varios madrileños y cansado ya de buscar, invente su propio lugar de destino.
Esto, que puede ser una molestia para el turista acostumbrado a las ciudades sólidas, tiene su encanto para aquel que ha aprendido el juego de perderse en Madrid y recorrer las calles según uno se las va inventando, poblándolas con detalles en apariencia insignificantes (aquí un cubo de basura lleno a rebosar, en la que sale hacia la derecha una tienda de sombreros y allá un gato...). Detalles que, pese a su aparente insignificancia, van colmando misteriosamente las necesidades estéticas, éticas y metafísicas del paseante.
También es muy popular en Madrid el juego de la memoria. Se dan casos prodigiosos: barrios enteros condensados en una sola mente, que es capaz de evocar cada adoquín, cada hoja de árbol, cada desperfecto en la calzada, y, en fin, cada centímetro cúbico de un barrio que probablemente no contenga nada más notable que sus centímetros cúbicos. Este juego mnemónico es peligroso, pues puede crear adicción. Se conocen casos de madrileños que, habiéndose mudado a otras ciudades perfectamente reales y tangibles, han preferido vivir muchos años en sus recuerdos de Madrid.
En esta ciudad enteramente imaginaria, hay habitantes que aún se obstinan en buscar el Madrid real, aunque a la mayoría nos parezca una entelequia sin ningún fundamento. Hay quien afirma que la Puerta del Sol es un lugar objetivo, tan solo porque es el lugar que pertenece a más madriles. De hecho, casi podría hablarse de consenso, pero esto no es lo mismo que realidad objetiva. De todas formas, hay quien se agarra a esta mera apariencia de objetividad para ir aún más lejos: quieren convencerse de que, de alguna manera, todo fluye desde este pretendido centro real. Afirman que, si uno sigue la numeración de las calles madrileñas en orden descendente, siempre acabará en la Puerta del Sol. He de confesar que no lo he comprobado, pues sería imprudente hacerlo. Todo el mundo sabe que, cuando uno se abandona a calles inventadas por otros, corre el riesgo de caer en una trampa. Por ejemplo, bastaría inventar cuatro calles que formen un cuadrado con los números dispuestos de tal modo que uno entre en un bucle infinito, y quede para siempre atrapado, buscando eternamente la Puerta del Sol. De todas formas, aunque fuera verdad la afirmación que se hace acerca de la numeración de nuestras calles, más que un orden parecería una especie de fórmula mágica o encantamiento: Uno va restando a lo que es, hasta llegar al Cero Absoluto (o Kilómetro Cero, o la Nada, o la Muerte). Allí se encontrará con un lugar llamado Puerta del Sol, nombre que evoca rituales paganos.
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